VIDA DE LA PATRIA
I
Quiero contar ahora la vida de la Patria, pues mirando el pasado se conoce el mañana.
Y la savia que sube por raíces de historia permite que florezcan las flores de la gloria.
La historia que relato será una historia corta y a la vez una historia de ascendencia remota.
La Patria es una niña de pocas primaveras y sangre muy antigua corriendo por sus venas.
Es promesa de cantos con nuevas armonías, pero escritos en pautas de viejas simetrías.
En su risa despiertan inéditos jilgueros y conceptos maduros se animan en su acento.
Se mezclan en sus sueños mariposas tempranas con mármoles y frisos, olivos y tanagras;
imágenes abiertas de leguas y de pumas y un fondo de acueductos, legiones y columnas;
Coquenas, Afroditas, Minerva y Gualichú, confusos en la noche que precede a la Cruz...
Voy a contar ahora la vida de la Patria, que es una vida corta y es una historia larga.
II
Mucho antes que la Historia llegara hasta la Patria, cuando aún su figura no estaba dibujada;
mucho antes que su idea siquiera fuera esbozo y antes que maduraran su altura y su contorno,
la Patria ya era un vasto corazón que latía con las premoniciones de su amplia geografía.
Las inmensas catástrofes del período glaciar eran frescas heridas todavía sin cerrar.
No estaban coagulados los picos de los Andes, cruzaban por la pampa armadillos gigantes
y el hombre cultivaba con minucioso esmero una flor delicada y frágil... que era el fuego.
Pero ya había un destino de trazo riguroso velado entre volcánicos vapores sulfurosos.
III
Después ese destino se articuló de a poco fraguando lentamente en destinos sin tronco.
Y surgieron naciones dispersas y encontradas que dieron contenido de carne a sus comarcas;
Guaraníes y Tehuelches, Aimarás y Borogas, Tupíes y Ranqueles, Pehuenches, Pampas, Onas...
Tenían los elementos pegados al instinto; el agua, el fuego, el aire habitaban su espíritu
y en su piel había pieles y en su piel había plumas y certeza en su paso a la luz de la luna.
La noche de los tiempos ampara sus orígenes y quedaron sus huellas en las arcillas vírgenes.
Temblaron a la vista de los saurios remotos y sus ojos se abrieron ante un último asombro:
sobre el lomo del agua y en los brazos del viento llegaron de otro mundo blancos hombres de hierro.
Un cielo de alabardas relampagueó en la luz y creció un árbol nuevo con las ramas en Cruz.
IV
Desde ese día la Patria fue injertada en la Historia por el arte y el filo de una espada española.
Los intactos retoños de América crecieron sobre clásicas cepas de viñedos egeos.
Y en la lengua que Roma legara a Celtiberia nos llegó el Evangelio con cantares de gesta.
Mil paisajes distintos de la Patria asistieron al paso deslumbrado de los hombres de hierro.
Con sus barcos de palo remontaron los ríos; cruzaron los dominios del Verano y el frío;
el vértigo y la puna acecharon su marcha y espejismos salobres les mintieron distancias.
Pero allá iban los hombres de Castilla adelante, transitando los rumbos sin rutas del paisaje.
Pero allá iban los hombres de Castilla adelante, sembrando en nuestra tierra semillas de ciudades:
un nombre del terruño o el del santo del dia... palabras de los indios que apenas comprendían;
solares dibujados sobre el campo; una plaza; una espada en el viento, dos fórmulas y un acta...
Donde eran favorables el pasto, el agua, el clima, crecieron las ciudades en nuestra geografía.
Y en ellas se apoyaron mensuras y trayectos que otorgaron medidas al horizonte abierto.
Solís y Magallanes, Mendoza, Aguirre, Irala, Garay, Sanabria, Ayolas, Cabrera o Hernandarías...
Un puñado de nombres tomados al acaso que hablan de empresas altas y de un alto pasado.
Un puñado de nombres tomados al azar, que es sonoro redoble de gloria y de metal.
¡Ah, mis ciudades criollas plantadas por su espada! ¡Ah, las dulces campanas cantando en espadañas!
Balcones donde el hierro florecido en la fragua defiende la penumbra que guardan las ventanas;
patios de cal y canto transidos de jazmín; salas blancas que huelen a caoba y benjuí.
Arcadas y recovas en torno de la plaza y en la plaza una Estaca de Justicia clavada.
Y en las iglesias púlpitos con ángeles dorados y arcángeles de plata y apóstoles tallados.
¡Ah, mis ciudades criollas fundadas para el Rey! ¡Ah, mis ciudades criollas del siglo dieciséis!
V
Y detrás de los hombres de hierro caminaron otros hombres vestidos con sayales de esparto,
que traían un poco de miel bajo la lengua y en la voz y en el alma traían la Buena Nueva.
Al conjuro de aquellas promisorias palabras la fe de Jesucristo creció en estas comarcas.
Y coros guaraníes entonaron los salmos con la exacta armonía del canto gregoriano.
Tomaron rasgos quichuas los querubines góticos; el soldado Longinos fue un cacique en los pórticos
y hasta a Nuestra Señora, vestida de oro y seda, se le puso en América la cara más morena.
Y en la Patria quedaron las huellas de los santos, dejadas por Toribio, por Francisco Solano.
VI
Y siguiendo a los hombres de hierro y a los santos, otros hombres vinieron, otros hombres llegaron...
Vinieron otros hombres que trajeron la Ciencia; llegaron otros hombres que trajeron las Letras.
Y aunque aquí las separe en tres clases diversas -soldados, sanots, sabios- no es raro sucediera
Que tales calidades, en una u otra forma, Se mostraran reunidas en la misma persona.
Llegó la Geometría, la Oratoria, el Derecho, la Ciencia de los Astros, la Retórica, el Verso...
Las leyes de Castilla se adaptaron al suelo y a las gentes y al modo de todo un mundo nuevo
y un arcano de sabios mandatos y sentencias fue tejiendo el contorno formal de aquella empresa.
Así, con un estoque de filo toledano y el violín armonioso pulsado por un santo;
así con Las Partidas, Virgilio y Amadis, la Patria fue templando su estilo y su perfil.
VII
Por fin llegó el momento que la Patria esperaba y se reconocieron su valor e importancia.
Después de haber quebrado por la Banda Oriental la ambición avanzada que arrimó Portugal...;
después de haber perdido con armas leguleyas la Colonia ganada combatiendo de veras,
la Patria vio elevarse la altura de su rango, llegando a transformarse en nuevo Virreynato.
Y en Buenos Aires hubo terciopelo y encajes y Audiencia y escribientes y protocolo y lacre.
Y al sentir por sus calles pasar la autoridad, tomó un aire distinto, de empaque, la ciudad.
VIII
Buenos Aires dormía recostada en su Fuerte y en los ceibos cantaban las voces del Sudeste.
Después de haber logrado expulsar al inglés La ciudad recobrada combatiría otra vez.
Por lo alto de las torres y por los miradores mil campanas callaban sus repiques de bronce.
Falúas y balandras cabeceaban al ancla, más allá de las toscas, más allá de los talas.
Pero el viento que acuna los talas y los ceibos y hamaca los ombúes y escora los veleros,
de pronto trajo gritos de exótica cadencia, desplegando en colores enemigas banderas.
Y en el centro del río se fue poblando un bosque de mástiles y jarcias, ceñido por cañones.
Ya bajan los ingleses y ya vienen, ya atacan y el aire se estremece con música de gaitas.
Sin embargo, a las gaitas contestó un bordoneo que llegó de la pampa y anidó en cada pecho.
Fue un punteo de tacuaras, contrapunto de balas, con cielitos de fuego y estilos de metralla.
Retumbó en cada esquina, clausuró los balcones, se atrincheró en las calles, trepó a los miradores.
Y si fue silenciado por un rato en Perdriel, hirviendo y clamoroso resonaría después,
desde cada azotea, desde cada balcón, para hacerse alaridos en boca de cañón.
Se callaron las gaitas..., el duro bordoneo redobló en la alegría de un triunfo con rasgueo.
El nombre de la Patria tomó esa tarde el nombre de los nombres de pila que llevaban dos hombres:
esa tarde la Patria se llamaba Santiago y Martín se llamaba para cada soldado.
Y eran todos soldados, los chicos y los grandes, los muchachos, las viejas, las mozas y los frailes.
Un jardín de banderas tomado al invasor a los pies de la Virgen como prenda quedó.
Y en el mundo se supo que atropellar la Patria no era cosa de hacerse... y sacarla barata.
IX
Desde aquellas jornadas de invierno, desde aquella victoria conseguida la Patria fue doncella.
Su niñez, su ascendencia, de pronto se volvieron definitivamente pasado, parentesco...
La Patria había cobrado conciencia de su suerte; la lucha le había dado conciencia de ser fuerte.
Y al topar deslumbrada con su propia conciencia la Patria había encontrado su firme adolescencia.
De semillas helenas y raíces latinas florecieron las ramas del tronco de Castilla;
la flor volvióse fruto y por fin ese fruto con el clima de América se encontraba maduro.
Un Aguila allá lejos se asentó sobre el árbol y al sacudir el tronco cortó el fruto de cuajo.
Fue una larga mañana destemplada de Mayo que coronó una noche regida por soldados.
Cruzaron las tinieblas espuelas de sigilo y el cuartel de Patricios le dio albergue al destino.
Después, en los balcones, un sobrio coronel encarnó para el pueblo la figura del rey.
Pero ya en las divisas muy blancas de Fernando vibraba el anticipo de un camino tomado:
la Patria se había entrado por su ardua adolescencia, titilaba en su frente fulgor de independencia
y una Junta formada por vecinos probados, soldados y eclesiásticos dirigiría sus pasos...
Fue una larga mañana, destemplada y sin sol, cuando el fruto fragante alcanzó su sazón.
X
Desde entonces la Patria veló vigilia de armas, su brazo endurecido se prolongó en mil lanzas,
ardieron en su verbo gritos de Independencia, calzó sus pies australes con botas granaderas
y un galope alumbrado por albas de clarines transportó su osadía del puerto a los confines
del ancho virreynato. La fuerza de sus armas conoció la victoria por campos de Suipacha.
Y fue una madrugada de otoño, andaba el viento despertando fogones en cada campamento
y al Este se encendía la fragua matinal derritiendo metales por todo el Paraná,
cuando tuvo la Patria su flamante divisa que en las altas barrancas flamearía estremecida.
Su empresa desde entonces se vistió de colores: la nieve, el cielo, el río, signaron a sus hombres;
el manto de la Virgen, la flor del alfalfar, y el color de la lluvia y el del pan y la sal,
se fundieron en cada repliegue de un pendón que luego alumbraría la heráldica del sol.
XI
¡Qué bien que le sentaban a la niña argentina la casaca guerrera y la espada ceñida!
¡Qué marchas tan alegres cantaban las espuelas de la niña argentina con botas granaderas!
¡ Y qué bien que lucieron, cómo lucían de bien, en sus sienes las ramas fragantes del laurel!
XII
Por entonces la marcha sonora del la Patria se afirmó en la entereza de un varón de las armas.
Tenía los ojos negros y en su temple el metal forjado en las etapas del rango militar.
Yapayú se llamaba su cuna; Yapeyú la esquina de la Patria donde viera la luz.
Se graduaba en España de oficial. Sin cuartel combatió entre los bravos triunfantes en Bailén.
Después volvió a la Patria el joven oficial que difundió su empresa por la tierra y el mar;
Por los Andes filosos, Chacabuco y Maipú: peldaños victoriosos del éxito en Perú.
Capitán de la Patria, que envainó en Guayaquil su sable amanecido: José de San Martín,
jinete en su tordillo quizá vigile aún los pasos de la Patria desde la Cruz del Sur.
XIII
Pero mientras los brazos de la Patria expandían el grito independiente, su corazón peligra...
Ya hay tropas enemigas que se meten por Salta; ya hay banderas realistas circundando sus plazas.
Pero ya se formulan alaridos de guerra que crecen en tacuaras de caña guerrillera.
Y en las hondas quebradas y en medio de los surcos despiertan negras bocas de escondidos trabucos;
en cada cerrillada, por cada pedregal, se preparan las chuzas y se afila el puñal.
Y esa móvil coraza de sorpresa y valor se alzará protectora del dulce corazón
de la Patria: su dulce corazón ancestral florecido en las flores de los jacarandás.
XIV
En una sala baja que ilumina la cal de una casa petisa, allá por Tucumán,
la decisión de Mayo se transformaba en acta y el grito independiente se protocolizaba.
Las Provincias Unidas del Río de la Plata cortaban formalmente sus últimas amarras.
No importó que la guerra golpeara sus fronteras... y no solo la guerra precisa y extranjera,
sino la guerra interna, de anárquica pasión, que separó en pedazos su dulce corazón.
En una casa baja, deslumbrada de cal, rubricaba la Patria su mayoría de edad.
XV
Conviven en la Patria dos vidas diferentes...: su instinto y sus quimeras, sus venas y su frente.
Por un lado geométricas abstracciones prolijas que imitan ilustradas retóricas floridas.
Por el otro atavismos de raigambre profunda que arrancan de la tierra vitales levaduras.
Tratados y opalinas, diccionarios, quinqués, levitas impecables, pensamiento francés,
románticos anhelos, ceñidos uniformes y el futuro domado por las Constituciones.
En cambio, por la opuesta vertiente de la Patria discurren experiencias, el pálpito y la pausa;
la lectura iletrada del suelo y del paisaje; guardamontes, capachos; el tácito homenaje
de la ciega obediencia que se presta al que manda, cuando manda en funciones de padre en la comarca.
Son dos carnes que encarnan la carne de la Patria y que al tajearse hieren en sus propias entrañas.
Caudillos y doctores, lecturas y experiencias, adhesión a una idea, devoción por la tierra.
Y rasgos compartidos ocultos en el fondo de la lucha entablada con recíproco encono.
Si el doctor unitario, mientras sueña y repasa Montesquieu, jinetea redomones en marcha
por llanos y montañas, descifrando los rastros que la tropa enemiga dejara entre los pastos;
hay caudillos que visten con cuidada elegancia, transitan por los clásicos, formulan matemáticas
y escriben con la letra pareja y perfilada del doctor unitarios graduado en Chuquisaca.
Pero son coincidencias formales, que no ocultan la tenaz diferencia que los lleva a la lucha.
Son dos arquitecturas humanas, dos maneras de interpretar la Patria diametralmente opuestas.
La Patria para unos resulta de un concepto; los otros la presienten arraigada en el suelo.
Para aquéllos es suma de ambiciones ideales; para éstos aceptada reunión de realidades.
Doctores unitarios, caudillos federales, caudales encontrados de una idéntica sangre.
Caudillos federales, doctores unitarios, corajes contrapuestos que escribieron pedazos
distintos de una historia, que al fin resultaría la historia compartida de la Patria argentina.
Caudillos y doctores, sus triunfos y derrotas por esos años bravos señalarían su impronta:
cuando unos intentaban forjar Constituciones -prodigios de equilibrio formal y previsiones-
la tierra y sus caudillos reventaban los marcos de tinta y los incisos que trataban de ahogarlos.
Era aquello un trabajo de ortopedia ilustrada, tercamente aplicada sobre una carne sana;
guanteletes jurídicos distintos a las manos, espejos que mostraban un rostro ya pintado;
cuidadas partituras para piano y orquesta que habían de interpretarse con guitarras y quenas.
En las olas revueltas de estas aguas contrarias encalló el Directorio, naufragó Rivadavia.
Por las olas revueltas de estas aguas bravías bordejearon Ramírez, López, Bustos, Artigas,
Lavalle –que volcara ceibales desgarrados después de un veredicto sumario, acá en Navarro-;
Las Heras y Viamonte; Quiroga, que en los llanos de La Rioja afilaba su destino de mando.
Mientras tanto escuadrones, allende las fronteras, soportaban la gerra por tierras brasileras
y al fin, en Ituzaingo, conseguirían tomar el triunfo y una música, que los hombres de Alvear
Trajeron a su vuelta y hoy resuena al entrar quien reviste en la Patria la suma autoridad.
XVI
Por entonces, del fondo de los campos porteños, llegó un paisano rubio, ahijado del Pampero.
Los teros y zorzales saludaron el paso del hombre que llegaba de orillas del Salado.
Las flores de glicina cambiaron su color y en la ciudad se abrieron divisas de malvón.
Don Juan Manuel de Rosas concertaba en sí mismo comunes caracteres del doctor y el caudillo:
porteño por la cuna, campero por oficio; fue unitario en los hechos, federal por principios;
comprendió a las provincias porque amó a Buenos Aires; gobernando sus pagos mandó en la Patria Grande.
Porque había conocido la alarma del malón llevó hasta Colorado la civilización.
Con la dura defensa que opuso al extranjero, ganó del extranjero su confianza y respeto.
Postergando la firma de una carta formal consolidó las bases de la Unión Nacional.
Don Juan Manuel de Rosas, domador en el Sur, palanqueó la anarquía, se le afirmó en la cruz
y con pulso seguro dominó su vigor para darle a la Patria firmeza de Nación.
La Argentina alcanzaba madura juventud llevada por un hombre, domador en el Sur.
XVII
Una tarde, en Caseros, cayó el Restaurador y fue la Patria en busca de su Constitución,
que encontró en el Congreso reunido en Santa Fe, cuando Urquiza mandaba por el cincuenta y tres.
Sin embargo, a la sombra de este nuevo instrumento volvió a correr la sangre, regando nuestro suelo.
Y se alzó Buenos Aires, peleó Urquiza con Mitre, florecieron las armas, ladraron los fusiles.
Cambiaron presidentes... los soldados porteños llevaron tierra adentro sobresalto y degüello.
Después vino una guerra confusa y resistida que enfrentó a paraguayos con tropas argentinas.
Callaron los cañones: Curupaytí, Humaitá pasaron al recuerdo y, lograda la paz,
las fuerzas nacionales se emplearon en la guerra perpetuamente viva sobre la pampa abierta.
La guerra interminable del súbito malón, del atento mangrullo, la chuza y el facón;
de fortines plantados a orillas del desierto y de las diligencias flanqueadas por lanceros.
Uriburu, Racedo, Vintter, Daza, Villegas, bajo el mando de Roca clavaron las fronteras
de la Patria en sus claros esquineros australes. Y en los surcos que abrieron las hojas de sus sables
crecieron los trigales, cantando las espigas un himno a la riqueza de la Patria argentina.
XVIII
Y llegó el alambrado, recortando la pampa con sus tensos cordajes de guitarra templada.
Los cedros y los arces, los olmos, las acacias, dibujaron los parques de incipientes estancias.
Y a la par de los talas y de las cortaderas nacieron perspectivas de elegancia europea.
Rebaños prodigiosos poblaron la llanura y el sol de los cereales reemplazó al pasto puna.
Mientras tanto, en el puerto de espumas alazanas desembarcaban vastas corrientes de esperanza:
bodegas atestadas de nombres sin destino respondían al llamado del hechizo argentino.
Bajaban su equipaje de audacia y de constancia, envuelto en un pañuelo o en papeles de estraza.
Todos ellos tuvieron lugar en esta tierra y el hijo de inmigrantes no tuvo otra bandera
que aquella que llevaban las tropas, en los días de alguna fiesta patria, por la calle Florida.
La liturgia del mate, las quebradas del tango, los goles celebrados cuando jugaba el cuadro
nacional en la cancha de Sportivo Barracas... forjaron de algún modo las pautas de una raza
que, junto con las glorias del pasado y el clima, distingue a nuestra gente como gente argentina.
Los rieles extendieron metálico abanico del puerto hasta los centros del grano, del racimo,
del quebracho y la lana (yo he visto mariposas y flores en el frente de las locomotoras).
Buenos Aires crecía: se espejaba en los mármoles que adornaban sus casas; las copas de los árboles
desbordaron Palermo, se mezclaron con varias especies que llenaron de follaje las plazas,
metiéndose en los barrios, sombreando las veredas... veredas que tenían su dueño en Balvanera,
San Telmo o en Corrales, donde algún compadrito reclamaba peaje con mudo desafío.
Jocundos albañiles de Génova y Calabria poblaron de cornisas, zaguanes, balaustradas,
las barriadas crecidas pasando el adoquín y el sonoro empedrado, mojones y confín
del centro iluminado, que pronto cruzarían tirados por caballos rumorosos tranvías.
Buenos Aires de entonces: gringos, criollos, malevos y la “gente decente” manejando el gobierno.
Y allá por el noventa las boinas de los cívicos... Después el Centenario, fervor de patriotismo
crepitando en los fuegos de artificio, en las galas del Colón y en las canchas clandestinas de taba.
Las provincias, en tanto, custodiaban valores legados con la estirpe de los conquistadores;
a través de su gente con dotes de talento compartieron las altas funciones de gobierno
y toda la opulencia de sus vastos recursos naturales cantaba promesas al futuro.
Era así como entraba la Patria en este siglo...: su figura dorada convocaba al destino.
Con algo de inconsciencia, quizá con desviaciones que afectarían el rumbo de sus realizaciones,
pero estaba formada la Nación Argentina, que es una Patria bella, que es una Patria amiga,
que es una Patria fuerte, que luchó y que triunfó: que es la Patria Argentina, por la gracia de Dios.
(He querido contarles la vida de la Patria, pues mirando el pasado se conoce el mañana.)