Yo crecí en el Oeste de los campos porteños,
si bien mi gente ha sido de arraigo en la ciudad;
el pueblo se llamaba como mi bisabuelo
que en la plaza tenía su busto y pedestal.
Fue allí donde el gobierno, por principios del siglo,
detuviera las tropas que en un tren militar
viajaban sublevadas cuando en mil nueve cinco
fracasó un alzamiento de origen radical.
Eran campos que Roca rescatara al desierto
y que mi bisabuelo resolviera comprar
al primer propietario, don Eduardo Madero,
cuya marca –una eme- no quiso reemplazar.
Después, las grandes crisis del dieciocho y el treinta
llevaron por pedazos aquella propiedad
y se llevaron toda la parte de mi abuela,
que mi padre más tarde lograría recobrar.
Recobrar disminuida, los montes devastados
por el hacha implacable y la sierra voraz
(muñones de nogales, los robles derrotados,
pinares degollados con sus troncos al ras).
Pero allí, en un potrero de la estancia materna
mi padre alzó una nueva población. Más allá
del casco devastado crecieron sombras nuevas
de acacias y de fresnos, del lacio aguaribay.
Yo crecí en el Oeste de los campos porteños:
recuerdo las tranqueras, recuerdo un alazán,
vellones y tijeras, la redondez del cielo,
mañanas con escarcha y la siesta ritual.
Recuerdo subrepticias dulzuras de sandías
y a mi madre ajustando la trama en su telar;
por la tarde el Rosario, gotear de Avemarías,
las lunas que gobiernan el tiempo de sembrar...
II
Mi mujer creció, en cambio, por pagos de la costa,
en su sangre se mezclan el campo y la ciudad;
Buenos Aires y Salta, porteños con historia
y un solar provinciano perdido en Seclantás.
Campos viejos los campos porteños de la costa...,
son campos con memoria del tiempo virreynal,
que cruzaron a veces las diferentes tropas
de blandengues, milicias o Alcaldes de Hermandad.
Son campos que supieron de guerra y vaquerías,
que guardan en sus talas o en algún cangrejal
el intacto carácter de sus voces antiguas
timbradas por las garzas, las guitarras y el mar.
Son campos que hace siglos están en la familia,
fue el rincón que llamaban El Puesto de El Chajá
un casco enriquecido por tinglados de esquila,
galpones para toros, membrillos y alfalfar.
Al fin, como retoño de El Chajá fundador,
nacieron casa y monte, que supo proyectar
la abuela en una loma, de espalda al cañadón,
con vistas a una abierta laguna sin juncal.
Y fue por esos campos porteños de la costa
que salimos tomados del brazo a caminar,
a mirar las bandadas y el trazo que las olas
del arroyo marcaban con espuma y con sal.
Y el poniente incendiado y el color de los yuyos,
a escuchar los mugidos y un lejano balar,
que llegaban mezclados con los gritos profundos
de los pájaros de agua y de alguna torcaz.
Y así fue, caminando los dos por esos campos,
que aprendimos el arte difícil de marchar
unidos por la vida, tomados de la mano,
de frente a la aventura del amor y el hogar.
III
Yo crecí en el Oeste de los campos porteños,
mi mujer en los campos que están cerca del mar
y alzamos una casa para anclar nuestros sueños,
cercana a San Isidro..., del pueblo para acá.
Llegamos en la tarde de un día veinticinco
de diciembre; una tarde de sol y Navidad,
la casa había afirmado su raíz de ladrillos
en la entrada fecunda del suelo vegetal
y aguantaban su espalda cuadrada de azotea
tres arcos con exacta geometría de cal;
hileras de paráisos flanqueaban las veredas
y alzaba su paraguas abierto un pacará.
Esa tarde encallamos la vida en San Isidro...
las chicharras limaban su canto de metal,
inundaron la casa las voces de los hijos
que crecen al abrigo seguro del hogar.
Las veredas sombreadas, la fresca galería,
los campos del Oeste y los campos del mar,
conforman entrañables países..., patrias chicas,
que al cantar a la Patria no he querido olvidar.